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domingo, 21 de octubre de 2018

SIN VOZ


Me niegas las palabras,

y yo lo acepto,

mis ojos buscan tus pistas,

como niños analfabetos.

 

Mi mundo está escrito,

en hojas impresas,

y se me hace difícil,

entender sin letras.

 

Intuyo que las palabras,

te hacen daño,

cuando no son diálogo,

ni protegen.

 

Leo en el otoño de tus ojos,

en el mapa abierto de tu cuerpo,

es tan bello,

que me conmueve profundamente.

 

Escucho tu voz querida,

de indescifrables notas,

sin sonido cierto,

es nueva música inventada.

 

En tus manos firmes,

lo cotidiano se torna perfecto,

los colores y las formas,

adquieren un alma y un sentido.
 
 

Como un templo edificado,

sobre ruinas de dolor,

aguardo inalterable,

a que traspases el umbral.

 

Entonces apoyo mi rostro,

en tu bondadoso pecho,

y llena de emoción,

escucho tu latido,

suena igual que el mar y el viento.

domingo, 9 de septiembre de 2018

ROSI Y MI BICICLETA

            Siempre he relacionado las bicicletas con el deseo. El extraño esqueleto de metal tiene un potente significado erótico para mí. Todo viene, como suele ser ley, de esa extraña época que es la adolescencia, en la que a menudo se hacen descubrimientos que quedan esculpidos en nuestro cerebro a cincel.

            Mi familia tenía el dinero justo para vivir, no es que fuésemos pobres, pero no había espacio para los lujos. Yo observaba las bicis de mis amigos y, como solía suceder entonces, aprendí a montar aunando mi esfuerzo con su generosidad, de forma que, al final de la tarde, alguno de ellos, harto de pedalear, me cedía un rato su bicicleta, y esos pocos minutos los aprovechaba, como el tiempo que transcurre cuando te subes a los coches de choque, con toda la emoción que se pueda imaginar.

            Tal fue el caso, que adquirí una destreza destacable en el arte del pedaleo y, lo que al principio era un nuevo pasatiempo, se convirtió en una obsesión, un deseo insatisfecho de poseer aquel codiciado objeto.

            Mira tú por dónde, a mis padres les surgió la oportunidad de adquirir una bici de segunda mano que había pertenecido a un primo lejano. El mejor recuerdo de mi infancia fue ver a mi padre traspasar el umbral de la puerta con aquella bicicleta usada que a mí me parecía nueva y reluciente. No cabía en mi de gozo.

            La mañana en el colegio era solamente un prólogo insufrible en el que, las ansias de que llegara la tarde y salir a montar por el barrio, eran la verdadera y mágica historia. Había triunfado. Las cuestas y descampados eran un paraíso que relucía bajo mi nueva mirada, pertenecía al grupo de chavales con bici. Me sentía el rey.

Una de aquellas tardes Rosi me pidió que le prestase un rato la bicicleta. Rosi era la chica más guapa y sensual que uno pueda imaginarse. No tenía ningún rasgo especialmente destacable. Ojos marrones, piel morena y pelo castaño. Era su forma de mirar, la cadencia de su risa y el movimiento cimbreante de su cuerpo de piel tersa, lo que nos hacía permanecer absortos a todos los colegas del barrio. Era de verbo fácil, rápida y ocurrente, te hacía quedar como un gilipollas y luego, el resto de la tarde, los demás chavales se cachondeaban de tu pasmo. Tu imaginabas, en tu interior, lo que le habrías podido decir en el caso de que tu boca hubiera obedecido a tu mente.

            Así que no me lo pensé dos veces, ¿Cómo negarse?, Le hubiera dado cualquier cosa que estuviera en mi mano. Rosi la agarró por el manillar, levantó su elástica pierna y posó blandamente su redondo culo sobre el sillín. Aquella visión me removió de la cabeza a los pies. Me tuve que sentar en el bordillo de la acera mientras contemplaba feliz cómo se alejaban, sintiendo que la fortuna se había enamorado de mí.

            Ninguna de las dos volvió entera. Rosi se cayó y se rompió un brazo y mi bicicleta, a consecuencia del choque, quedó inutilizada para siempre. Empecé a sospechar, a raíz de aquello, lo que era la vida. Si miro muy atentamente una bicicleta puedo rememorar las sensaciones ambivalentes del deseo, la posesión y la pérdida. 

domingo, 12 de agosto de 2018

PASION QUE REBOSA


Los huecos del alma,
los escarba la tristeza.
 
Encontraste tu sitio,
un resquicio apenas,
te colaste,
aunque yo no quería.
 
Un hueco hecho de rutina,
ahondado de indiferencia,
un pozo de desaires.
 
En mi interior,
escuché sonidos débiles,
señales de alerta,
en un territorio
que parecía yermo.
 
Empezó a llenarse,
incitado el cuerpo,
agudizados los sentidos,
Eros desperezado,
se convirtió,
en un vaso que rebosa
e inundó al resto,
mente, labios, mirada,
me indujeron a cantar,
las yemas de los dedos,
buscaban el roce,
la sonrisa estaba presta
y la lágrima ardiente.
 
El sol, la brisa, la calidez,
hicieron creer al pecho que estallaba,
con una intensidad abrumadora,
renaciendo al mundo,
recuperando la vida.
 
¡Tú, embelesas y acaparas
mi ánimo a deshoras!
Mi sangre fluye,
ahora con fuerza,
el deseo se rinde,
sin condiciones,
cede ya,
toda el alma interminable,
a ese latido,
a esa presencia,
evocada a ojos cerrados.
 
Has abarcado mi destino,
reduciendo mis fuerzas a la nada,
devorando mi calma rutinaria,
que aún no sabe,
presagiar los fríos.
 


sábado, 24 de febrero de 2018

SOY

Lo bueno de quererte

es que me traes consuelo,

me haces fuerte

yo, tan débil.

 

Lo bueno de tocarte

son tus manos firmes,

me dan calor

yo, tan friolera.

 

Lo bueno de escucharte

es tu voz,

el tono que me apacigua

yo, tan miedosa.

 

Aunque, en esencia,

sigo siendo un ser frágil y disconforme,

plagado de incoherencias,

lleno de absurdos,

soy, porque tú me quieres,

y eso da valor a mi existencia.

 

 

AMOR COTIDIANO

Compañero,

compañía,

te acompaño,

en esta lluvia de penas

que es la vida.

 

En silencio,

silenciosos,

divididos,

al recorrer cada día

asfaltos distintos,

cuerpos huraños.

 

Afligidos,

distraídos,

sin demoras,

cumpliendo plazos

de trabajos ajenos

e injusticias locas.

 

Tu llegada,

tu calor,

al final del día,

presiento algo bueno

en el deambular absurdo.

 

Al fin,

tu mano

posada en mi pecho,

acuna mi alma

y la conduce

a un bondadoso sueño.

 

 

 

domingo, 4 de febrero de 2018

MANUAL DE SUPERVIVENCIA


 
            Un hombre mayor, más de setenta años, acaba de enviudar. Se le presentan las vacaciones por delante. Meses atrás ha tenido tiempo, en soledad, de hacer frente a su viudedad.

            A solas llora, pero tiene una hija casada y dos nietos. Ella se ha empeñado en que los acompañe al apartamento de la playa que, en su día, compró con su mujer fallecida para disfrutar de la jubilación.

            Todo le supone un gran esfuerzo. Acompañar a la hija, ir a la playa, cuidar de los nietos. Les observa a hurtadillas. Son majos, les espera una vida con alegrías y penas. ¿Compensa? Porque al final siempre son penas.

            Su mujer, fumadora empedernida, no dejó el tabaco ni sabiendo que sufría cáncer de pulmón.

            ¿Qué hay en la mente de un ser humano para que se destruya? El vicio es la punta de un iceberg de miedo, frustración y soledad.

            Ahora siente una pena honda en el pecho, día y noche. A veces se despierta con una opresión en el centro de su cuerpo, intuyendo en su mente confundida por el sueño que algo malo ha pasado. Luego vuelve a la consciencia y ya sabe qué es.

            La costumbre de su mujer se ha perdido. La compañía de los años que tuvieron su bondad y su maldad. No sabe discernir quién da más pena, su mujer muerta o él mismo y su soledad.

            Jubilado y todo el día por delante, reflexiona sobre una vida de trabajo y ahorros, pagar la hipoteca, el coche, los estudios de la hija, el apartamento en la playa.

            Tiene las manos llenas de soledad y todo le parece superfluo. Comer, dormir, ver la tele, los esfuerzos de su hija por darle ánimo, los juegos de sus nietos.

            Quizá algún día despierte y sepa vivir solo. Vejez y soledad es una bebida venenosa.

            Tendría que destruir todo el edificio moral sobre el que ha construido su vida y empezar a elaborar una nueva visión con otras mujeres, disfrutes vanos, caprichos…

            Le es más fácil agarrarse a sus bases sólidas y ser un muerto en vida, pero valorado socialmente por su hija, familia y amigos. Conservar sus ideas religiosas firmes que chocan inefablemente con la cara de una muerta. La costumbre de seguir y ahogar los sentimientos, cualquiera que llegue a los setenta es un experto.

jueves, 4 de enero de 2018

RELATO DE UNA DESAPARICIÓN EN NAVIDAD


La madrugada en la que desapareció Isabel Pastor se despertó con una sensación de desasosiego mezclado con dolor de muelas. Apenas hacía dos horas que se había metido en la cama, donde su marido resoplaba como un tren de mercancías, de vuelta de una juerga navideña de chicas, que no era ni juerga, ni ellas eran chicas sino cincuentonas que batallaban malamente contra el paso de los años.

Cuando los pinchazos de banderillero de aquella muela podrida la trajeron a una vigilia ya sin remedio, se levantó a duras penas y, descalza, se fue a tomar un analgésico. Un fugaz pensamiento le recordó el ruido del móvil mezclado con sus sueños etílicos.

El contestador la avisó de dos mensajes nuevos. Uno era del tutor de su hijo que le pedía una reunión a la vuelta de las vacaciones, por unos comportamientos carentes de toda lógica. Sus palabras textuales eran: “Su hijo juega en el patio a darse collejas y a pegarse con otros chicos haciendo el bestia. No es consciente del peligro que supone para él y para los demás”.

 El otro mensaje era de Enrique, que le preguntaba angustiado si sabía algo de Isabel porque se había dejado anoche el móvil en casa y aún no había vuelto.

Recordó entonces que a veces es necesario mentir para ganar tiempo o tranquilidad, como su abuelo materno, Emilio Solís, solía decir cuando evadía las insidiosas preguntas de su mujer sobre el estado de las botellas de licor del mueble bar.

Escribió, sin perder tiempo, un escueto mensaje, diciendo que Isabel estaba durmiendo en su casa porque se les había hecho tarde y no se encontraba bien para volver sola.

Al poco sonó el mensaje de vuelta de Enrique: “Vale, cuando se despierte dile que me llame”.

Se sentó en el sillón desvencijado del comedor, con una taza de café en una mano y el móvil en la otra y, apoyada en los sobados cojines, intentó poner en orden su cabeza.

Tres meses antes, su amiga la había llamado una tarde para desahogarse. Trabajaba en un conocido despacho de abogados en el centro de Madrid y su vida había ido cumpliendo todos los pasos marcados a la edad oportuna.

Margarita del Valle, su psicóloga, la había descrito como el clásico caso de persona que necesitaba constantes aplausos de los que la rodeaban.

Tiempo atrás habría dado valor a las palabras de su terapeuta, pero hacía que meses que abandonó su consulta porque llega un punto, como sucede con los delitos, que el pasado ya ha prescrito, y hay que asumir la porquería que llevamos revuelta en la memoria.

Isabel se quejaba constantemente sobre todo lo que la rodeaba. Hacía más de treinta años que eran amigas y siempre recordaba sus quejas, sus pastillas y su enfermiza obsesión porque todo fuera perfecto.

Pero aquella conversación fue distinta. La percibió tan hundida que tuvo que acceder a su petición de quedar con ella a la mañana siguiente.

Durante el trayecto en autobús le fue contando que tenía que vaciar y poner a la venta un piso heredado de una tía soltera y que necesitaba su ayuda, puesto que no quería que Enrique se enterase.

La única familia de Isabel era su padre, Lucio Pastor, un militar retirado y enfermo de Alzhéimer que vivía en una residencia, donde confundía a las enfermeras con sus subalternos del cuartel, dando órdenes destempladas y abriendo expedientes imaginarios.

 El heredero de la casa era don Lucio, pero Isabel manejaba sus cuentas por lo que convirtió aquel piso en un refugio apartado al que acudía cada vez con más asiduidad.

Mientras Isabel le relataba la historia de su tía solterona, ella pensaba en que las dos habían entendido de manera diferente la vida.

Su amiga, a pesar de sus quejas, se sentía una mujer poderosa y autosuficiente con su trabajo y obligaciones. Por el contrario, ella había renunciado a su profesión por cuidar de sus hijos. A veces se sentía inferior. Admiraba a las otras mujeres trabajadoras, pero en su interior disfrutaba de la libertad de no tener que rendir cuentas a un jefe cada día.

El piso estaba en el centro de Madrid, en un edificio antiguo, pero bien conservado. Francisco, el portero, subió con ellas. Era un andaluz joven, con la carrera recién terminada y con una viveza en la mirada que daban ganas de comérselo.

En su casa todos seguían durmiendo, así que puso una lavadora para despejar su cabeza y calentó en el microondas su segundo café del día.

La noche anterior le había dejado un recuerdo pésimo del paso del tiempo. Las compañeras de facultad, entradas en años y en kilos, eran la sombra de aquel pasado de juventud y fines de semana de cañas.

Después de la cena, cuando el vino había hecho su efecto, Carmen Folgueras, una magistrada de la Audiencia Nacional, empezó a contar chascarrillos y a pedir chupitos para todas.

Recordó cómo hubo un momento, cuando empezaron a hablar de los fabulosos colegios de los hijos, las vacaciones exóticas y los tratamientos de belleza en que estuvo a punto de levantarse e irse. Para distraer la atención, picó a Carmen con algún camarero macizo. En seguida se puso de pie y pidió un brindis por el moreno de ojos negros que servía las copas.

Supo desde el primer momento dónde estaba Isabel, pero no quiso salir corriendo a su encuentro ni decírselo a su marido. La conocía bien. Siempre volvería para seguir la carrera sin norte en la que se había convertido su vida.

Fue ella la que tuvo que contenerla cuando se puso a bailar restregándose contra el dominicano que servía su mesa, después de contemplar cómo perdía el pulso a la vida y empezaba a envejecer mal.

La agarró y salieron del lujoso restaurante al frío de la calle desierta. Isabel estaba llorando. Esperaron en silencio un taxi y al despedirse la miró con los ojos turbios y una mueca que quiso parecerse a una sonrisa.