La
madrugada en la que desapareció Isabel Pastor se despertó con una sensación de
desasosiego mezclado con dolor de muelas. Apenas hacía dos horas que se había
metido en la cama, donde su marido resoplaba como un tren de mercancías, de
vuelta de una juerga navideña de chicas, que no era ni juerga, ni ellas eran
chicas sino cincuentonas que batallaban malamente contra el paso de los años.
Cuando
los pinchazos de banderillero de aquella muela podrida la trajeron a una
vigilia ya sin remedio, se levantó a duras penas y, descalza, se fue a tomar un
analgésico. Un fugaz pensamiento le recordó el ruido del móvil mezclado con sus
sueños etílicos.
El
contestador la avisó de dos mensajes nuevos. Uno era del tutor de su hijo que
le pedía una reunión a la vuelta de las vacaciones, por unos comportamientos
carentes de toda lógica. Sus palabras textuales eran: “Su hijo juega en el
patio a darse collejas y a pegarse con otros chicos haciendo el bestia. No es
consciente del peligro que supone para él y para los demás”.
El otro mensaje era de Enrique, que le
preguntaba angustiado si sabía algo de Isabel porque se había dejado anoche el
móvil en casa y aún no había vuelto.
Recordó
entonces que a veces es necesario mentir para ganar tiempo o tranquilidad, como
su abuelo materno, Emilio Solís, solía decir cuando evadía las insidiosas preguntas
de su mujer sobre el estado de las botellas de licor del mueble bar.
Escribió,
sin perder tiempo, un escueto mensaje, diciendo que Isabel estaba durmiendo en
su casa porque se les había hecho tarde y no se encontraba bien para volver
sola.
Al
poco sonó el mensaje de vuelta de Enrique: “Vale, cuando se despierte dile que
me llame”.
Se
sentó en el sillón desvencijado del comedor, con una taza de café en una mano y
el móvil en la otra y, apoyada en los sobados cojines, intentó poner en orden su
cabeza.
Tres
meses antes, su amiga la había llamado una tarde para desahogarse. Trabajaba en
un conocido despacho de abogados en el centro de Madrid y su vida había ido
cumpliendo todos los pasos marcados a la edad oportuna.
Margarita
del Valle, su psicóloga, la había descrito como el clásico caso de persona que
necesitaba constantes aplausos de los que la rodeaban.
Tiempo
atrás habría dado valor a las palabras de su terapeuta, pero hacía que meses
que abandonó su consulta porque llega un punto, como sucede con los delitos,
que el pasado ya ha prescrito, y hay que asumir la porquería que llevamos
revuelta en la memoria.
Isabel
se quejaba constantemente sobre todo lo que la rodeaba. Hacía más de treinta
años que eran amigas y siempre recordaba sus quejas, sus pastillas y su
enfermiza obsesión porque todo fuera perfecto.
Pero
aquella conversación fue distinta. La percibió tan hundida que tuvo que acceder
a su petición de quedar con ella a la mañana siguiente.
Durante
el trayecto en autobús le fue contando que tenía que vaciar y poner a la venta
un piso heredado de una tía soltera y que necesitaba su ayuda, puesto que no
quería que Enrique se enterase.
La
única familia de Isabel era su padre, Lucio Pastor, un militar retirado y
enfermo de Alzhéimer que vivía en una residencia, donde confundía a las
enfermeras con sus subalternos del cuartel, dando órdenes destempladas y abriendo
expedientes imaginarios.
El heredero de la casa era don Lucio, pero
Isabel manejaba sus cuentas por lo que convirtió aquel piso en un refugio
apartado al que acudía cada vez con más asiduidad.
Mientras
Isabel le relataba la historia de su tía solterona, ella pensaba en que las dos
habían entendido de manera diferente la vida.
Su
amiga, a pesar de sus quejas, se sentía una mujer poderosa y autosuficiente con
su trabajo y obligaciones. Por el contrario, ella había renunciado a su
profesión por cuidar de sus hijos. A veces se sentía inferior. Admiraba a las
otras mujeres trabajadoras, pero en su interior disfrutaba de la libertad de no
tener que rendir cuentas a un jefe cada día.
El
piso estaba en el centro de Madrid, en un edificio antiguo, pero bien
conservado. Francisco, el portero, subió con ellas. Era un andaluz joven, con
la carrera recién terminada y con una viveza en la mirada que daban ganas de
comérselo.
En
su casa todos seguían durmiendo, así que puso una lavadora para despejar su
cabeza y calentó en el microondas su segundo café del día.
La
noche anterior le había dejado un recuerdo pésimo del paso del tiempo. Las compañeras
de facultad, entradas en años y en kilos, eran la sombra de aquel pasado de
juventud y fines de semana de cañas.
Después
de la cena, cuando el vino había hecho su efecto, Carmen Folgueras, una
magistrada de la Audiencia Nacional, empezó a contar chascarrillos y a pedir
chupitos para todas.
Recordó
cómo hubo un momento, cuando empezaron a hablar de los fabulosos colegios de
los hijos, las vacaciones exóticas y los tratamientos de belleza en que estuvo
a punto de levantarse e irse. Para distraer la atención, picó a Carmen con
algún camarero macizo. En seguida se puso de pie y pidió un brindis por el
moreno de ojos negros que servía las copas.
Supo
desde el primer momento dónde estaba Isabel, pero no quiso salir corriendo a su
encuentro ni decírselo a su marido. La conocía bien. Siempre volvería para
seguir la carrera sin norte en la que se había convertido su vida.
Fue
ella la que tuvo que contenerla cuando se puso a bailar restregándose contra el
dominicano que servía su mesa, después de contemplar cómo perdía el pulso a la
vida y empezaba a envejecer mal.
La
agarró y salieron del lujoso restaurante al frío de la calle desierta. Isabel
estaba llorando. Esperaron en silencio un taxi y al despedirse la miró con los
ojos turbios y una mueca que quiso parecerse a una sonrisa.